miércoles, 22 de julio de 2009

suceso

En las afueras de la pequeña ciudad de L., si se camina por la carretera comarcal en dirección norte, se halla una construcción caída en desuso, ruinosa, plagada de hiedra, y, sin embargo, imponente. A la hora del crepúsculo, la arruinada mansión, con su alta torre quebrada y gárgolas roidas por las lluvias, cobra un aspecto, si cabe, aún más lúgubre y raro. Al contemplarla se tiene la impresión de que se ha quedado estancada en un tiempo perdido, y que cualquiera que se demore en sus cercanías es tambien atrapado por un pasado que interfiere poderosamente con la actualidad. Dicho de otra manera, en aquel lugar parecen existir todavía presencias de gente ya muerta y secuelas de hechos ya olvidados. No es de extrañar que se perciban allí tan intensas vibraciones sobrenaturales, puesto que la casona fue escena de un crímen tan horrendo que aún se recuerda y se menciona en la región. Ocurrió durante la última guerra. Las víctimas fueron unos soldados que habían tomado allí refugio durante la noche, y su masacre fue perpetrada por un grupo de campesinas que los emboscaron y degollaron, echando luego los cadáveres a una barranca que hay por allí cerca. Los soldados se habían emborrachado y dormían cuando las mujeres les asaltaron, empuñando sus hoces, en sigílo.Es el caso que desde aquel suceso la gente cuenta que por allí, en horas nocturnas, se ve de vez en cuando una figura que parece buscar, frenéticamente, algo entre los bardiales y a lo largo de las base de los muros de piedra. No es difícil imaginar que lo que busca es su propia cabeza, ya que no la lleva sobre los hombros. Esta historia era causa del miedo que yo sentía cada vez que pasaba frente a la casona haciendo jogging, lo cual ocurría tres veces por semana. Incluso, al pensar en ella, me arrepentía de haberme mudado a aquella población, aunque por otra parte lo había hecho llevado por circunstancias de empleo. Lo cierto es que durante los primeros meses de mi residencia en la coqueta ciudad, nunca había tenido motivo para pensar que nada extraño fuera a sucederme en los alrededores de aquella casa medio desmoronada, por lo cual no tomé desvío alguno cuando hacía jogging. Una tarde de otoño, sin embargo, cuando la niebla se levantó de repente y me impedía ver lo que había a un metro de istancia mientras corría, algo, una enorme figura negra y pesada, se interpuso ante mi, ocasionando un choque que me hizo caer al suelo. Al punto comenzó a dolerme la cabeza, y cuando alcé los ojos hacia la forma contra la que había chocado, ví que se trataba de un hombre grande. Este se deslizó inmediatamente hacia la izquierda y lo perdi de vista, ya que se hundió en la espesa niebla, pero no sin notar, con un escalofrío, que le faltaba la cabeza: incluso me pareció ver que allí donde ésta debería haberse hallado, no había sino una mancha color negro, como de sangre vieja coagulada y podrida. Me puse en pie, temblando de frio y de miedo, sintiendome incapaz de moverme de aquel sitio, aunque lo más indicado era echar a correr. La niebla se volvía más espesa según pasaban los minutos, y mi imaginación empezaba a jugarme malas pasadas. Escuchaba gritos de dolor que venían de algún lugar indefinido y cercano, y risotadas de mujeres que parecían haber enloquecido. Tuve que reconocer que, oculta por la espesa niebla, se repetía en torno mío la escena de la masacre de los soldados, de la que tanto había oído hablar. De pronto escuché claramente la voz de una mujer que decía algo a voz en grito, en un paroxismo de violencia. Lo que decía era que una de las cabezas se había perdido y había que buscarla para enterrarla con los otros despojos. Entonces sentí la presión que unos brazos invisibles ejercían en torno a mi propia cabeza, como si trataran de arrancarmela. Alguien me tiraba de los pelos. Grité de dolor cuando unas uñas afiladas me rasgaron la piel del rostro. En aquella vorágine de espanto, reconocía que los fantasmas de las mujeres no querían dejar huella de su crimen, y no podían, por lo tanto, permitirse el lujo de olvidarse una cabeza cercenada sin enterrar. Sin embargo, se confundían de cabeza y trataban de arrancarme la mia. Grité que yo no era uno de los soldados a quienes habían asesinado, sino un hombre del futuro, y que se confundían de época porque eran fantasmas y no tenían ni idea de los limites que existen entre época y época, dimensión y dimensión.Al final la niebla comenzó a disiparse, y con ella todas aquellas formas que me acosaban, y todos los alaridos que rasgaban el aire. Pronto pude ver las cosas que me rodeaban, y me sentí normal de nuevo. Me hallaba sobre la carretera comarcal, rodeado de bucólicos paísajes. Las luces de la ciudad se encendían a lo lejos. Respiré profundamente antes de empezar a correr otra vez. Despues de haber avanzado casi un quilometro, me pregunté que clase de alucinación había padecido, y me asombré de lo poderosamente que puede engañarnos nuestra propia mente. Riendo, sin dejar de correr, volví la vista hacia la vieja casona, que ya quedaba muy detrás de mi. Y entoces ví, sin lugar a dudas, una figura: era el cuerpo sin cabeza de un hombre que me llamaba agitando los brazos en el aire.

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